Farruco Añón: hombre y poeta
Autor: Valentín Paz-Andrade
Data de publicación: 25 de xullo de 1928
Medio: Faro de Vigo
La figura de “O Patriarca” Añón como llamaron sus contemporáneos al poeta de Boel, ha recibido últimamente, con ocasión de celebrarse el primer cincuentenario de su muerte, repetidos homenajes literarios. De entre éstos, el más reciente ha sido la conferencia que pronunció en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el escritor señor Paz- Andrade, de la que reproducimós a continuación algunos fragmentos.
Estampa del ochocientos
Si pudiésemos reconstruir mentalmente el pergenio de Añon, veríamos reproducida vagamente en su faz, la rebeldía fisionómica de Nieztche. Tenía rostro de conspirador: un rostro que expresaba mucho y escondía mucho a la vez. Testa rebelde y fosca; frente rotunda y amplia; mostachos abatidos al uso galo. Y en los ojos, el fulgor asombradizo de quien parecía avizorar con voluntuosidad, el fogonazo goyesco de los fusilamientos.
Complexión recia, como de un montañés erguido y bravo, exponente de pureza racial. Su estampa corporal revela la afinidad del hombre con la tierra en que adivino al mundo: su encuadramiento en el paisaje natal.
El poeta y el motivo-raíz
En Añón hay que estudiar separadamente la personalidad-hombre y la personalidad-poeta.
A nuestro entender la segunda es inferior a la primera, porque en Añón, sin que él mismo se percatase del fenómeno, el valor humano perjudicó al valor literario. Añón nació dotado de los atributos espirituales más adecuados para haber sido un astro lírico de primera magnitud. Lo es, en efecto, si se le observa a la luz indecisa de la alborada que en su tiempo despuntó para las letras gallegas. No lo es, en cambio, como poeta regional de todos los tiempos, porque se lo impidieron los accidentes de su tumultuosa vida, vargada de nomadismo y azar.
En todo poeta hay paisaje, ciudadano o campesino. Es lo envolvente de su espiritualidad, el escipiente de su fórmula poemática. Dentro de este elemnto externo, encuéntrase casi siempre una síntesis, una concreción, motivo raiz de todas las inspiraciones.
Así de esta suerte, en Rosalía, el motivo raiz es la melancolía, el dolor del hogar gallego. Lo que hay en ella de paisaje es como envolvente, escipiente.
En Pondal, el motivo raíz es la montaña costera, con sus fruantes pinares, catedrales de la Naturaleza cimentadas, enraizadas, en el bronco cantil ártabro.
En Lamas Carvajal es la aldea, enmarcada en el paisaje, las tristuras de la vida campesina y parroquial.
En Curros Enríquez es el aliento insumiso y demoledor, el aire civil de la calle, la reacción reveladora de las viejas injusticias que sufre la raza.
En Noriega Varela es el aroma ascético de la montaña, el yermo bravo de las cumbres, el oro de la humanidad, cuajado en el diminuto cáliz “das floriñas dos toxos”.
En Cabanillas, el motivo raíz es la vibración rebelde, que late en los agros y en las riberas, en la “terra asoballada” y en el “vento mareiro”.
Pues bien: ¿qué motivo raíz hallamos en Añón? Añón tene paisaje en sus versos, pero carece de motivo raíz. Por eso es preferentemente descriptivo y alcanza su más acabada expresión lírica, empleando a fondo el poder de evocación que le asiste.
Ama, como los demás poetas gallegos, a su tierra, común afectividad de todos los bardos regionales, pero no tiene un suspiro concreto. No suspira por la casa, no por la aldea, no por la montaña, no por la mariña. Porque es un nómada, un espíritu que no reincide en impresiones ya gustadas, aunque vuelva de vez en vez la mirada saudosa a la tierra nativa, como el peregrino torna alguna vez al punto de partida los ojos del alma.
La poesía de Añón
Si atendemos a las carcterísticas formales de la poesía de Añón, descubriremos bien pronto como se refleja en ella la indisciplina que informó todos sus actos. Escribió en gallego, en portugués y en castellano. No fuera extraño que halláramos algún día versos suyos en latín, francés o italiano, lenguas que desde luego cultivaba para usos no literarios.
Todo contribuyó a que el legado poético de Añón, sea solamente una parte, tal vez pequeña de los que produjo . Su imprevisión, llegaba al extremo de no conservar ninguna de sus composiciones, que sí sobreviven se debe a la fran popularidad que alcanzaron; a que amigos y lectores contemporáneos del poeta las conservaron. Aun hoy no es raro encontrar en Galicia quien guarde en su memoria algún epigrama compuesto por Añón, que no figura en ninguna de las colecciones publicadas, todas ellas posteriores a la muerte del pródigo.
Así pues, la obra de Añón que conocemos, no ofrece caracteres de integridad, no casi de unidad interior. En boca de Añón pudiera ponerse aquella frase con que se definió el frances Joubert: “yo soy un arpa eólica, que suena cuando el aire la roza, ero sin llegar a formar nunca melodía completa”.
¿Cómo es que, a pesar de tantos accidendtes que pudieron malograrla, sobrevive lo mejor de la obra de Añón? Porque hay en él una fórmula anticipada y empírica de popularismo. Añón es un poeta del pueblo, pero no al modo de Curros; más bien al modo de Lamas, Curros es popular por el pensamiento, por el acento viril que tiembla en sus rotundas estrofas; Añón y Lamas son populares por el sentimiento; por la ternura de que brotan impregnados sus versos.
Tal vez por esta identificación con la psicología popular, se conserva fluida y punzante en Añón la vena de la sátira. En sus epigramas y en algunas composiciones del corte de la titulada “A miña enfermedá”, satirizada a modo socarrón del labriego. Es propiamente un labriego con cultura literaria, haciendo humorismo, a la vez vago y profundo.
Añón no es un poeta depurado en la forma. Con él no reza el cánon de Proust “la metáfora es lo único que puede eternizar el estilo”. Popular sin proponérselo, es sencillo y con frecuencia descuidado. Sus versos no conocieron el buril del artífice y son, por ello, de una espontaneidad desnuda y lacia.
Pero queda algo en que Añón es superior a todos los poetas gallegos de la centuria pasada: en el léxico. Su caudal de palabras es enjundioso y puro, tiene sabor de fabla montesina, no contaminada por los contagios de lenguas más cultas.
La pureza verbal de Añón, su esmero casticista sin duda tan espontáneo con sus inelengancias métricas, está, además, realzado por la ausencia de lusitanismos. El trato de muchos años que tuvo con la lengua de Camões, era natural que influyera en el gallego de Añón, como influyó en el de Viqueira. No fué así, sin embargo. Añón escribió en portugués y en gallego, sin promiscuar; respetando las pocas varianes que existen entre un idioma y otro; si bien el cultivo del portugués debe haberle ayudado poderosametne a conservar las expresiones prístinas del verbo nativo.
En lo que toca a cual de las composiciones poéticas de Añón es la mejor, no hallamos fundamento para sentar ese precedente. Ni aún la superioridad de las escritas en gallego sobre las castellanas nos parece indiscutible, si bien éstas no añaden nada a su gloria, que debe exclusivamente a sus versos gallegos. Claro es que entre éstos, aunque no sea muy acusado el mérito de unos sobre otros, las poesías tituladas “Recordos da infancia”, “A Pantasma”, “O Magosto” y alguno de sus conatos a Galicia son lo más logrado de su desmadejada obra.
El poeta y el hombre
Hemos enfocado la personalidad de Añón desde dos ángulos distintos: el correspondiente al hombre y el correspondiente al poeta. Y al establecer una relación de jerarquía entre ambos valores, hallamos que el primero resulta superior al segundo.
Añón, en efecto, pudiera haber inspirado a José Ortega y Gasset aquel aforismo que dice: “el poeta empieza donde el hombre acaba”. En Añón -por algo tenía perfil nieztcheano- había demasiado hombre.
Y ver por donde nos econtramos, inopinadamente, ofreciendo a creacionistas y cubistas un magnífico ejemplo en pró de su teoría de la deshumanización del arte. Añón, un poco deshumanizado, un poco estilizado, hubiera ganado como poeta, al menos todo aquello que no tenía necesidad de malbaratar como hombre.
“Capitán da estadea”
“Azorín”, al estudiar los personajes del “Persiles”, de Cervantes, describe cierta casta de hombres, víctimas de la fascinción del deseo. De “un deseo siempre anheloso, un deseo errante por el mundo, un deseo insatisfecho, un deseo que siempre ha de ser deseo”.
Galicia también produce ejemplares de este linaje de hombres. Pero el deseo que fascina a los gallegos se concreta en la tierra natal. Cuando la perdemos, nuestra ansia única consiste en el afán de recobrarla, para fundirnos de nuevo en el humus originario. Nuestro gran Castelao -formidable poeta que nunca escribió versos- da a ese sentimiento racial una expresión casi gráfica:
“Os bós galegos -dice- botamos raíces a veira do berce: mais non coma os arbores, non como a hedra que se apreixa as pedras do pazo ou da chouza onde nacemos. As nosas raices con finiñas coma fíos: o vieiro da raza levanos lonxe do lar, sen que en ningures atopen acougo as nosas tristuras; e cando, cansos de loitar, non podemos ir a diante, sempre temos o camiño da volta que turra por nos e-unha forza misteriosa”. Las raíces, hechas de hilos impalpables, tiran por nosotros hasta devolvernos al suelo nativo.
He ahí el sino de la raza. Nosotros lo intrepretamos bajo la representación de una gran parábola. Cada gallego va describiendo la suya por el mundo. Las etapas de la vida se van sucediento para él en sentido parabólico, como arcos de la figura. Al llegar a la curva del retorno, la vida se repliega sobre si misma, hasta conducirnos al mismo punto donde el trazo se inició. La parábola expresa la fuerza translativa de la saudade.
Aquel gallego de Boel, sobre cuya figura venimos deshojando la rosa tímida de nuestra devoción, llevaba también llameante en su pecho un deseo “siempre anheloso”. Lo paseó, hasta la vejez, “errante por el mundo” sin alcanzar nunca sosiego para su inquietud, ni manantial en qué saciar su sed cósmica. Las raíces de que habló Castelao, tiraban de él con pujanza hacia la tierra. Y cuando se hallaba ya en la curva del retorno, en Madrid se le truncó la parábola.
Se le truncó fatalmente, irremediablemente. Porque era el suyo, como el de los nautas hiperbóreos de “Persiles”, un anhelo condenado a no satisfacerse jamás, “un deseo que siempre ha de ser deseo”. El trazo de la trayectoria vital de Añón era excesivamente débil. Era más que órbita, estela; ondulante y desflecada estela lírica, revuelto girón romántico, que traspasó los linderos de la muerte y continúa flotando en las regiones de la eternidad.
Era su destino el de vagar siempre, vagar eternamente. Ni la posteridad podía redimirlo de la adversidad de su hado. Por eso Galicia ha llegado tarde para rescatar sus restos, para contemplar la parábola truncada, para que el deseo insatisfecho se cumpliese “post mortem”.
Añón, de muerto, sigue siendo un nómada. Sigue peregrinando errabundo, sin tregua ni paradero, cula lo imaginó en su poema Curros, a través de las estancias de “O Divino Sainete”, como Capitán de la Santa Compaña.